Nunca he sido de París, sino del otro lado del mundo,
nada que ver con la Bastilla ni con los jacobinos,
apenas me aprendí la Marsellesa,
aquella revolución solo llegó a mi piel
desde la fervorosa tormenta que invadió a Haití;
Toussaint Louverture me importa más que Robespierre,
y Miranda sigue siendo aquel impulso
preferible a Napoleón y a su arrogante espíritu.
Nunca he sido de París,
sino del barroco que brotó entre las conchas de las nuevas tierras;
no obstante, no he dejado de admirar el Notredame
desde los sutiles ojos de Victor Hugo, y no acepto un humanismo superior
al que engendraron las manos con huesos de Balzac.
Nunca he sido de París,
jamás me anonadaron las fotografías bajo los arcos del Eiffel,
tampoco las tardes melancólicas en las cafeterías frente al Sena;
y aunque he querido vivir las múltiples vidas de Rimbaud
y andar por mi isla tan ausente de albatros
como un poeta maldito, jamás he sido de París;
ni tan siquiera de sus arrabales;
ni porque Edith Piaf me conmovió desde un antiguo acetato,
ni porque mi madre fuera de aquellas muchachas de Matanzas
de pupilas brillosas en el cine frente a Alain Delón.
Nunca he sido de París, aunque Vallejo prefirió
morir debajo de sus aguaceros.
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