El enfermo de la cama diez tiene dos hijos,
el de Filadelfia costea los desmanes de la familia;
el que se quedó lleva los excrementos del viejo
en una cuña que le recuerda a una pesada cruz;
el de Filadelfia evadió a tiempo ciertas miserias,
el que se quedó cargó con todas.
Mientras las palomas de tono grises se expanden en la azotea,
algunos enfermos levitan en la corriente frágil de un sueño;
sueño que viaja hacia dos direcciones posibles,
la de un despertar sutil con sabor a opio;
o el desplomo onírico por la aniquiladora pendiente.
Las palomas pican de los restos de alimentos,
luego se posan en los ventanales,
mientras algunos sobreviven del sueño.
Mambrú no murió en la guerra,
pero treinta años después le abrieron el vientre
bajo la luz del quirófano;
y donde pudo haber restos de una antigua metralla
hallaron ramificado entre las vísceras un tumor.
Mambrú se salvó de las balas, pero no del tiempo.
La acompañante del moribundo tiene melancólica la mirada,
y rotundamente hermosa, no obstante;
Pilastra horrible de huesos parece el hermano sobre la cama,
como un óleo de Cristobal Rojas;
él agoniza, ella llora en las noches;
y cuando el sol ilumina la sala
una luz misteriosa vierten sus melancólicos ojos.
Un enfermo terminal consiste en una lastimosa criatura
que devasta mientras muere;
suscita la piedad y la cautela de los que junto a él se van desmoronando;
la ancianita perdió tantas libras como su moribundo esposo;
los demás están terriblemente ojerosos, demacrados,
y peor aún: pesadamente empobrecidos.
Desde los ventanales del hospital se ve el rebullir de la ciudad;
desde unos ojos tristes e ictéricos se ven las corpóreas mujeres
entrando y saliendo del mercado,
los chiquillos pateando al balón,
los amantes adosados a las esquinas,
Los automóviles como escarabajos.
Desde la casa del dolor se pueden ver
todos aquellos acontecimientos que no dejan de ocurrir,
aunque alguien se esté muriendo sobre una cama.
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