Canto postrero a los barrios órficos de América



Yo te esperaba en la angustiosa tarde de la Víbora,
mientras Robert confesaba que los ojos de Lucía son hermosos,
pues simulan los crepúsculos de Tampa.
Poco quedaba en ellos los matices tibios
de cuando bajaba el sol - acá en la isla-
entre las crestas de los bueyes y el sombrero del abuelo.

Ella le lanza sus señales de humo al viejo:
“ha poco soñé con un efluvio de Carlos Enríquez,
y en el lienzo dormías tú, transparente,
en carmelita antiguo, bajo las ruinas de una palma”.
Entonces, de las entrañas de un camello aparecías,
justo cuando la noche se desbocaba sobre la Calzada
- más bien desesperante- De Diez de Octubre;
y te recuperabas del viaje sentenciando:
“los camélidos nuestros son una metáfora
demasiado pesada para penetrar el ojo de una aguja”.
Es el mediodía y Robert sigue viendo el atardecer de Tampa
en los ojos de Lucía, y Lucía vuelve a soñar
que el abuelo dormita bajo el impresionismo de una palma;
la isla es una palma, es un camello y una eclosión carnal
en el alquiler de los suburbios.
De veras que la Habana no está hecha para tu piel,
pero no partas…, qué importa el hacinamiento de los viejos palacetes,
y que el perro de un damnificado mee las columnas jónicas.
Yo tengo un amigo que fue a París a ver Montmantre
por el calidoscopio de Rimbaud, y hoy escribe versos en los arrabales de Mantilla.
No pretende partir, o no podría sin antes incendiar el barrio,
la palabra endémica, los íconos conquistados;
y ni así podría partir por esos puentes
que nos mantienen tan atados a lo perecedero y entrañable.

Y la pesadilla torna una y otra vez,
y Lucía ve que la palma está peor,
y el viejo no despierta; “qué importa el atardecer de Tampa
si el viejo no despierta”.
Qué importan las colinas de Montmantre
si en las de Brasil popula aún cierto temblor vallejiano,
“…golpes como del odio de Dios…” y el hombre no cesa de caer,
con sus pedazos de casa, con su hambre, con su barbarie.
Hasta cuál barrio irá a morir este raro continente,
supongo que muy cerca de las barreras mexicanas,
o en las profundidades trágicas del caribe,
allá donde no paran de crecer nuevas capas coralinas de naufragios,
de huesos caribeños hermanados para siempre en el fatal afán de penetrar el Reino.
(Créeme, más fácil pasa un camello de la Habana por la aguja
que un haitiano…)
Al final el viejo murió a su gusto mirando las crestas de los bueyes,
y se llevó veinte hectáreas de Jovellanos bajo el lecho de las uñas;
él nunca se quejó del hedor en las columnas jónicas,
ni de los anacrónicos vecinos que depredan el Vedado.
Al final, está la tierra o el mar que maldecía Virgilio,
Pero al final no te queda más remedio que sembrarte
En cualquier grotesco barrio y aprender a volar a partir de ahí.

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