Cántico I
A los que empiezan a morirse antes de morir, o sufren una larga muerte que parece interminable encima de la cama; a los que la vida no les alcanzó y se van disipando paulatina y dolorosamente; a los signados por una maldición y dejan a flor de piel sus restos cadavéricos; a los que se tornan amarillos o del color pajizo de la lástima; a los que se van descomponiendo a pedazos, o perforados por escaras putrefactas que parecen el agujero negro; a los que están en la desolada habitación de un hospital más próxima a la morgue; a los tuberculosos moribundos de la Montaña Mágica, a los niños con leucemia que hasta en la última noche conservan su mirada de ángel; a los enfermos de SIDA en su estadío final; no te les aparezcas con el ridículo Santo Sacramento, no les prometas la absolución, más bien pídeselas, porque los moribundos son seres sagrados; y no los dejes partir sin abrazarlos y sin llorar con ellos.
“Los moribundos son seres sagrados” Iván, 12 Julio 2018, São Paulo.
Cántico II
Había una vez una señora, nacida en las tierras de Rubén Darío; una señora que jamás fue a la escuela, que no tuvo paradigmas intelectuales que la inspirasen, ni jamás le importó la Historia, más bien prefirió siempre la divinidad de los mitos y la certeza de las leyendas; una señora que no tuvo más fortuna que la de haber parido a sus hijos, ni más bienes que su humilde ropa; una señora, hija de la tierra, de sus dolores, de su hambre; una señora que no vislumbró jamás el maravilloso cuadro de Eugène Delacroix “La libertad guiando al pueblo”, ni supo a cerca de la Revolución Francesa; esa señora, aparentemente insignificante, en plena contienda contra los lobos de siempre, levantó la bandera heroica de su país, como la heroína del óleo memorable. Y ese simple acto de una criatura minúscula, de un ser venido de la nada, fue más convincente que cien políticos en cien tribunas diferentes. Lástima que la Historia suela omitir a sus pequeños héroes, como el Arte olvida a sus pequeños artistas; la Bastilla fue tomada por una turba de parisinos, indignados y hambrientos, cuyos nombres jamás fueron inscritos en los muros de la memoria; en esos muros solo sobrevivieron los nombres pomposos y burgueses de ROBESPIERRE, MIREBEAU, MARAT, DANTON, LAFAYETTE y otros más. Había una vez una modesta señora, casi irreal, casi de fábula, uno de esos seres que son polvos vivientes entre el viento y el olvido, y en estos días en que se soltaron los perros rabiosos a matar y a romper el país de Darío, esa señora levantó el estandarte sandinista; y fue trascendente ese acto, porque no hay mejor grito de rebeldía y resistencia, que el que deriva de los ignorados y los olvidados, aquellos que no hacen otra cosa que sobrevivir y un día cualquiera parten sin que nadie se de cuenta; aunque a veces el simple hecho de alzar una bandera llegue a inmortalizar a algunos. Había una vez una señora que levantó una bandera…
“Había una vez una señora” Iván, 19 de julho, São Paulo.